J. W. Turner |
La caja roja del Happy meal le sonreía. Era el primer gesto amable
después de tres cuartos de hora de cola entre gente ansiosa, que señalaba
carteles de comida entre el olor de la fritanga.
Durante la espera le divirtió la idea de imaginar a Manuel Vilas
sintiéndose Lenin mientras mordía patatas y observaba a los comensales en
ese “restaurante
comunista”, bajo la mancha del ketchup rojo.
De vuelta al coche dejó la bolsa del MacDonald en el asiento
del copiloto y se quitó la camiseta de tirantes. El bikini rojo anudado
al cuello fue la salvación ante el calor bochornoso. Tocó la cicatriz de su
pecho. Tras dos años de la operación ya casi no quedaba huella del melanoma.
El cielo, muy nublado, amenazaba tormenta. Bajó la
ventanilla, comenzaba a correr un poco de aire fresco. Bebió un trago de
Coca Cola Zero. Ese Zero que parecía liberarla de la preocupación por las
calorías que aguardaban dentro de todos esos envases. Con curiosidad
rasgó la bolsa transparente con el juguete de regalo. Era la figura del payaso
del MacDonald, que giraba su cabeza y saludaba levantando un brazo, al apretar
un pequeño botón. Nunca entendió el toque lúdico de aquel
personaje, tenía un lado terrorífico que le llevaba directamente a la cabeza de
Stephen King y su payaso de IT. Un Hamelin diabólico que llevaba a los
niños a un lugar donde sólo hay obesos mórbidos jugando a máquinas tragaperras.
Lo puso sobre el salpicadero,mirando hacia el exterior.
Le apetecía seguir escuchando el disco Bloom de
Beach House, mientras consumía aquel arsenal de baratijas culinarias y
observaba el cielo.
Sonaba Myth. Drifting in and out// See the
road you're on// you came Rolling down the cheek.
Thomas conducía un Land Rover verde mientras miraba cómo se
iban concentrando las nubes en el cielo. El aire frío estaba llegando en
capas altas y esto aumentaba el riesgo de tormentas vespertinas. Hacía quince
años que vivía en Estados Unidos. Ahora residía en Wichita, en el estado de
Kansas. Trabajaba para el Centro Natural de meteorología como cazador de
tornados. Conocía muy bien “el corredor de los tornados”, ése área llena de
llanuras, relativamente plana, donde el frío polar de Canadá se encuentra con
el cálido aire tropical del golfo de Méjico y da forma a la mayor parte de los
torbellinos salvajes de la zona. Ahora de vacaciones en España viajaba hacia
el faro da Illa de Rúa en Ribeira. Quería hacer un recorrido por
diferentes faros del norte de la Península. Le fascinaban los faros como
paraíso de la soledad en lugares donde parece que todo empieza y todo termina.
Comenzó a llover.
El destino de Raquel estaba en Francia, en
Trouville sur mer. Aún le quedaban 1072 km por delante. Había alquilado
un apartamento y esperaba pasar los siguientes dos meses en aquella zona.
Estaba escribiendo un libro sobre las casas y los objetos de diferentes
celebridades. Quería estar lo más cerca posible de la casa donde Marguerite
Duras había pasado los últimos años de su vida. Un famoso periódico se lo había
encargado. Tenía un año para escribirlo. Había planeado aquel viaje desde hacía
meses y ahora estaba ocurriendo.
Allí dentro del coche se sentía segura conduciendo su vida
como Marguerite en Los
miradores de Poissy, huyendo de los otros. Tras los años de
angustia por el cáncer había aprendido que el verdadero estado natural del
hombre es la soledad y no hay que tenerla miedo. Miró hacia los asientos de la
parte de atrás del coche. Ahí estaban todos los ejemplares de libros,
documentales y películas de Marguerite Duras amontonados en bolsas y cajas
esperando documentar una historia.
Encendió un cigarro. Thomas comprobó que casi no quedaba gas en el mechero. Era un Clipper azul con el dibujo de una margarita blanca que le había regalado su exmujer hacía muchos meses. Abrió la ventanilla y lo lanzó al vacío. No quería seguir recordándola, al menos ahora no. Quería empezar de cero sin ella. Aspiró con fuerza el humo de aquel cigarro y lo expulsó suavemente mientras se fijaba en los oscuros cumulonimbos que venían de varias direcciones. Pese a tantos años viendo todo tipo de maravillas atmosféricas, no dejaba de asombrarse. Le fascinaba ver como esos fenómenos se formaban al coincidir unas determinadas condiciones atmosféricas en el tiempo y el espacio, en un preciso punto que sólo el azar podía convocar. Convergencia. Pensó en lo efímero de aquellas presencias
-Todo lo hermoso tiene su
fin- pensó.
La lluvia ahora era intensa.
Raquel tomó de nuevo el payaso de MacDonald, esa
figura siniestra que recordaba al payaso de IT. Tocó de nuevo la cicatriz de su
pecho. Sí, tras dos años de la operación ya casi no quedaba huella del
melanoma.
El sonido de una pequeña explosión en la carretera la
sorprendió mientras tomaba el último MacNugget. Un Land Rover había reventado
varias de sus ruedas y se dirigía hacia su coche hasta empotrarse violentamente
sobre él.
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