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Obra de María Cristina Vega |
–¿Un
gorila rojo en un árbol de Navidad?-dijo la pequeña Olivia.
-¿Acaso
a los gorilas no les gustan los árboles?-contesté sonriendo.
-¿Y
qué hace ahí? –
-Está
escondido entre las ramas disfrutando del lugar-dije mientras recolocaba una
bola azul brillante que estaba a punto de caer.
Mi
hermano Patricio y su marido Hans, que era danés, habían preparado la cena
aquella Nochebuena. Un par de sabrosos patos asados con lombarda y patatas
glaseadas. Ahora estábamos en el postre, hermanando polvorones y turrón con deliciosas
galletas de jengibre con forma de corazón.
Acordamos
no encender la televisión. En su lugar bailaban por la casa las canciones populares
de una Playlist. En el centro del salón estaba la espléndida mesa navideña.
Sobre ella, dos cirios azules recordaban a nuestros eternos ausentes. Cuanto
echábamos de menos a mi hermana Beatriz.
La
tía Verónica se incorporó como pudo para coger una de las velas.
-La
muerte no existe, ¿verdad, Jorge? -dijo con voz temblorosa mirando la candela.
-Algún
día nos encontraremos todos de nuevo -dijo mi padre.
-Hay muchas teorías científicas sobre
eso. ¿Sabíais que más del 95 % de los físicos ganadores del premio Nobel creen
que existe un Dios? -comentó Hans.
Miré el viejo reloj del
salón. 01:11 h de la madrugada.
De repente, la tía Verónica se levantó
de la mesa. Nadie sabía por qué, pero todos los años se ausentaba a esa hora para
recluirse un rato en su habitación.
Con el objeto de despejar aquel
misterio, el día anterior decidí hacer un pequeño agujero en su puerta.
Discretamente, abandoné la estancia mientras
“El burrito sabanero” enredaba a los comensales.
Llegué a la puerta. Acerqué un ojo a la
indiscreta mirilla.
Verónica estaba tumbada en la cama con una
caja de cartón entre sus manos. Era de color blanco y tenía un número 19
grabado en uno de los lados. Presionando la perilla de la luz principal, dejó
todo a oscuras.
De repente, pude ver como una pequeña esfera
luminosa de unos diez centímetros de diámetro salía de la caja y se mantenía flotando
frente a ella. Verónica observaba en silencio.
Entonces, comenzaron a aparecer dentro
de la esfera imágenes que se desvanecían
rápidamente. Bosques, tormentas, tigres blancos, atardeceres, galaxias, océanos,
todo un microcosmos infinito de luz en la oscuridad.
El prodigio duró apenas unos intensos minutos.
-Puedes pasar, Isabel- dijo dulcemente
Verónica.
Avergonzada no quería responder admitiendo
mi espionaje.
-Te esperaba, cariño. Este Aleph, ahora te pertenece-
Tardé en decidirme a entrar. Cuando me
acerqué a la cama pude ver como una sonrisa llena de paz invadía el rostro de
mi tía.
Entonces, la esfera salió de nuevo y se
quedó flotando, ahora frente a mí. Dentro de ella pude ver, por un instante, a Verónica
y a Jorge abrazados, hasta desaparecer.
Desde entonces, cada 25 tomo aquella caja 19 y visito el microcosmos
infinito. Ese punto del espacio que contiene todos los puntos del Universo.
Cuando miro a la pequeña Olivia, sonrío.
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