jueves, 17 de febrero de 2022

Dos tardes en el paraiso

 

Eduard Hopper



Dos días  duró el gran amor de mi vida.

No creo en el destino, sí en las casualidades que unen puntos en el espacio y el tiempo con precisos fogonazos. Así conocí a B. 

Era el mes de marzo. Pasé la tarde haciendo un recorrido por mis librerías predilectas. Aquel día salí feliz de “La Central” de Callao con un libro de cuentos de  Lucía Berlín.

Abandoné el local en dirección a la cafetería donde solía ir tras el paseo. Mientras caminaba me fijé en los charcos que horas antes una tormenta dejó sobre el asfalto y los adoquines de las aceras. Las luces del atardecer reflejaban sobre ellos manchas  amarillas y ocres que parecían pequeños Turners instalados en terreno urbano.

Llegué al Café. El aguacero  había congregado en el local a más público de lo habitual a esas horas de la tarde.  Entré en el salón. Comprobé que el sitio donde solía sentarme estaba ocupado. Me agradaba esa mesa porque estaba junto a una  ventana desde donde se veía el movimiento de  la gente  paseando por la ciudad.  Al ver cómo  una pareja de ancianos se marchaba, ocupé su lugar. Era el sitio que estaba más cerca de los aseos, sabía el coñazo que era escuchar los   portazos de las entradas y salidas de la gente.

Un  camarero  limpió mi mesa. Enseguida tuve un café con leche y un croissant delante de mí. Me fijé en el cuadro que estaba colgado en la pared,  justo a mi lado. Era una reproducción de “Oficina en una ciudad pequeña” de  Edward Hopper.  Sentí envidia de aquel hombre que en  su mesa de trabajo, en silencio,  observa la ciudad a través de un ventanal.

Saqué el libro y lo puse sobre la mesa.  Tomé el primer sorbo de café. Estaba perfecto.

Fue al mirar al frente cuando la vi. Estaba sentada en una mesa de cara hacia mí. Me miraba y sonreía. Al momento supe por qué. Entre sus manos tenía otro ejemplar de “Una noche en el paraíso” de Lucía Berlín.  

Observé su sonrisa marcada por un pintalabios rojo. Su pelo era oscuro. Bajé la mirada hacia el generoso escote de una blusa negra plagada de pequeñas flores  amarillas.  Nunca me han llamado la atención los pechos grandes, siempre me he fijado más en los senos pequeños, sobre todo si les acompaña un buen trasero.

Me arrepentí de haberme puesto el suéter viejo. Intenté ocultar el agujero de la manga derecha. Ella leía al tiempo que tomaba un trozo de tarta  y sorbía una taza de té. Intenté engancharme a la lectura del primer cuento, pero no podía.

Justo cuando me metí un trozo de croissant en la boca, me miró y dijo:

–Página 135 -señalando en qué punto de la lectura se encontraba.

Tragué despacio intentando ser elegante. Comprobé mi página.

 –Página 11 -respondí.

Me fijé en sus manos pequeñas. Llevaba las uñas pintadas de varios colores. Nunca he entendido esa práctica inútil de las mujeres, pero las suyas me parecieron hasta simpáticas.

El estruendo repentino de un portazo nos sorprendió.

Fue justo después, cuando un bombardeo de tonos de mensajes de móvil comenzó a sonar. Sacó el teléfono de su bolso y  echó un vistazo. Avergonzada lo apagó. El rojo de sus labios se había oscurecido. Recogió sus cosas, apuró el café y se  marchó.

Un trozo de tarta quedó abandonado en su plato, como un triste fin de fiesta. Me sentí desolado,

Ese día volví a casa mucho antes de lo habitual.

Al día siguiente al finalizar mi jornada de trabajo decidí que volvería al Café. Me había recortado la barba y no  llevaba el suéter con el agujero en la manga derecha.

El local ese día estaba vacío. El buen tiempo animó a la gente a salir a las calles en busca del sol. Pedí  mi café con leche, también croissant.  Tuve suerte de poder ocupar mi mesa favorita. Retomé la lectura de Lucia Berlín.  Volví a engancharme a la genial prosa.

En un descanso de mi lectura, levanté la cabeza y la vi. Leía también su libro gemelo. Iba más maquillada que el día anterior. Sus mejillas estaban más sombreadas, en especial la del lado izquierdo. El  escote había sido clausurado por un jersey oscuro de cuello alto. Su sonrisa no llevaba color, pero me  pareció aún más perfecta. De vez en cuando sorbía su taza de té.

Al cruzar nuestras miradas me atreví a decir

–Página 169. “La barca de la ilusión”.

-237. “Día de lluvia” -respondió.

Así enlazamos una pequeña conversación, sobresaltados de vez en cuando  por los portazos de los aseos.  

Ella alternaba nuestra charla con miradas al móvil. En una ocasión, con rabia, escribió un mensaje. Luego apagó el móvil. Estaba nerviosa. Sacó un bolígrafo de su bolso, me miró y escribió algo en el interior del libro. Se levantó.

Vino hacia mí y dulcemente me pidió cambiar su ejemplar por el mío. Acepté. Me fijé que sus ojos tenían  un color azul brillante como el del cielo del oficinista de Hopper. Al coger el libro, apretó suavemente mis dedos. .

Alterado por el gesto, fugaz, busqué en el libro.  

Leí:   Dos tardes en el paraíso.  B.

Miré por la ventana y la vi alejarse por la Gran Vía. Un tipo chulesco caminaba junto a ella.

Esa tarde de nuevo regresé a casa muy pronto. No paré de releer aquellas letras de B. Me sentía feliz. Pensaba en cuando volvería a verla. Esa noche no pude pegar ojo, así que decidí  encender el ordenador.

La noticia aparecía reflejada bajo el titular rojo de Última hora.

La foto de una mujer en el suelo rodeada de un charco de sangre.

“Encontrado el cadáver de la joven Beatriz Gutiérrez García, asesinada a golpes por su ex pareja en una calle de Madrid”

 


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