Eduard Hopper |
Dos días duró el gran amor de mi vida.
No creo en el destino, sí en las casualidades que unen puntos en
el espacio y el tiempo con precisos fogonazos. Así conocí a B.
Era el mes de marzo. Pasé la tarde haciendo un recorrido por mis
librerías predilectas. Aquel día salí feliz de “La Central” de Callao con un
libro de cuentos de Lucía Berlín.
Abandoné el local en dirección a la cafetería donde solía ir tras
el paseo. Mientras caminaba me fijé en los charcos que horas antes una tormenta
dejó sobre el asfalto y los adoquines de las aceras. Las luces del atardecer
reflejaban sobre ellos manchas amarillas y ocres que parecían pequeños
Turners instalados en terreno urbano.
Llegué al Café. El aguacero había congregado en el local a
más público de lo habitual a esas horas de la tarde. Entré en el salón.
Comprobé que el sitio donde solía sentarme estaba ocupado. Me agradaba esa mesa
porque estaba junto a una ventana desde donde se veía el movimiento de
la gente paseando por la ciudad. Al ver cómo una pareja
de ancianos se marchaba, ocupé su lugar. Era el sitio que estaba más cerca de
los aseos, sabía el coñazo que era escuchar los portazos de las
entradas y salidas de la gente.
Un camarero limpió mi mesa. Enseguida tuve un café con
leche y un croissant delante de mí. Me fijé en el cuadro que estaba colgado en
la pared, justo a mi lado. Era una reproducción de “Oficina en una ciudad
pequeña” de Edward Hopper. Sentí envidia de aquel hombre que en
su mesa de trabajo, en silencio, observa la ciudad a través de un
ventanal.
Saqué el libro y lo puse sobre la mesa. Tomé el primer sorbo
de café. Estaba perfecto.
Fue al mirar al frente cuando la vi. Estaba sentada en una mesa de
cara hacia mí. Me miraba y sonreía. Al momento supe por qué. Entre sus manos
tenía otro ejemplar de “Una noche en el paraíso” de Lucía Berlín.
Observé su sonrisa marcada por un pintalabios rojo. Su pelo era
oscuro. Bajé la mirada hacia el generoso escote de una blusa negra plagada de
pequeñas flores amarillas. Nunca me han llamado la atención los
pechos grandes, siempre me he fijado más en los senos pequeños, sobre todo si
les acompaña un buen trasero.
Me arrepentí de haberme puesto el suéter viejo. Intenté ocultar el
agujero de la manga derecha. Ella leía al tiempo que tomaba un trozo de tarta
y sorbía una taza de té. Intenté engancharme a la lectura del primer
cuento, pero no podía.
Justo cuando me metí un trozo de croissant en la boca, me miró y
dijo:
–Página 135 -señalando en qué punto de la lectura se encontraba.
Tragué despacio intentando ser elegante. Comprobé mi página.
–Página 11 -respondí.
Me fijé en sus manos pequeñas. Llevaba las uñas pintadas de varios
colores. Nunca he entendido esa práctica inútil de las mujeres, pero las suyas
me parecieron hasta simpáticas.
El estruendo repentino de un portazo nos sorprendió.
Fue justo después, cuando un bombardeo de tonos de mensajes de
móvil comenzó a sonar. Sacó el teléfono de su bolso y echó un vistazo.
Avergonzada lo apagó. El rojo de sus labios se había oscurecido. Recogió sus
cosas, apuró el café y se marchó.
Un trozo de tarta quedó abandonado en su plato, como un triste fin
de fiesta. Me sentí desolado,
Ese día volví a casa mucho antes de lo habitual.
Al día siguiente al finalizar mi jornada de trabajo decidí que
volvería al Café. Me había recortado la barba y no llevaba el suéter con
el agujero en la manga derecha.
El local ese día estaba vacío. El buen tiempo animó a la gente a
salir a las calles en busca del sol. Pedí mi café con leche, también
croissant. Tuve suerte de poder ocupar mi mesa favorita. Retomé la
lectura de Lucia Berlín. Volví a engancharme a la genial prosa.
En un descanso de mi lectura, levanté la cabeza y la vi. Leía
también su libro gemelo. Iba más maquillada que el día anterior. Sus mejillas
estaban más sombreadas, en especial la del lado izquierdo. El escote
había sido clausurado por un jersey oscuro de cuello alto. Su sonrisa no
llevaba color, pero me pareció aún más perfecta. De vez en cuando sorbía
su taza de té.
Al cruzar nuestras miradas me atreví a decir
–Página 169. “La barca de la ilusión”.
-237. “Día de lluvia” -respondió.
Así enlazamos una pequeña conversación, sobresaltados de vez en
cuando por los portazos de los aseos.
Ella alternaba nuestra charla con miradas al móvil. En una
ocasión, con rabia, escribió un mensaje. Luego apagó el móvil. Estaba nerviosa.
Sacó un bolígrafo de su bolso, me miró y escribió algo en el interior del
libro. Se levantó.
Vino hacia mí y dulcemente me pidió cambiar su ejemplar por el
mío. Acepté. Me fijé que sus ojos tenían un color azul brillante como el
del cielo del oficinista de Hopper. Al coger el libro, apretó suavemente mis
dedos. .
Alterado por el gesto, fugaz, busqué en el libro.
Leí: Dos tardes en el paraíso. B.
Miré por la ventana y la vi alejarse por la Gran Vía. Un tipo
chulesco caminaba junto a ella.
Esa tarde de nuevo regresé a casa muy pronto. No paré de releer
aquellas letras de B. Me sentía feliz. Pensaba en cuando volvería a verla. Esa
noche no pude pegar ojo, así que decidí encender el ordenador.
La noticia aparecía reflejada bajo el titular rojo de Última hora.
La foto de una mujer en el suelo rodeada de un charco de sangre.
“Encontrado el cadáver de la joven Beatriz Gutiérrez García,
asesinada a golpes por su ex pareja en una calle de Madrid”
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