jueves, 17 de febrero de 2022

Nada es imposible

 



Los guardias forestales de la estación de Aokigahara encuentran a diario en el “mar de árboles” restos de cuerpos carcomidos por animales, colgados o tendidos en el suelo, rodeados de botellas de agua y tabletas de pastillas vacías, o de objetos punzantes.

   Erik recordó las palabras de su amigo japonés Kenta, quien hacía apenas una hora, junto con otros tres compañeros de trabajo, acababa de  cenar en su casa. Kenta les contó detalles de la vida de su padre como trabajador forestal en Aokigahara. Busca cadáveres siguiendo las cintas marcadoras de terreno, desplegadas por los propios desdichados en aquel extenso laberinto,  para que en caso de arrepentimiento encuentren el camino de vuelta hacia sus coches o carreteras.

    El cenicero sobre la mesa del salón estaba repleto de colillas. Todavía olía a festejo. Sobre el mantel un par de botellas de vino tinto vacías, cuatro vasos de cristal, restos de tarta en los platos, y las servilletas de papel con dibujos de los Tiny Toons, arrugadas, señalando el lugar en que había estado cada comensal. La servilleta del lugar que ocupó Celia, tenía impreso restos de carmín. Se había entretenido  en retorcerla hasta crear una forma extraña.  Apenas intervino en las conversaciones y agachaba la cabeza cada vez que cruzaba la mirada con la suya. Avanzaban muy despacio.

   Todos esos objetos enmarcados sobre aquel espacio cuadrado, le provocaban el mismo placer que la exploración de lugares abandonados, donde el tiempo parecía detenerse y las cosas tomaban un protagonismo  que los dotaba de vida propia. Erik practicaba Urbex en su tiempo libre. Durante una época asistió a diversas quedadas en grupo. Ahora,  desde hacía un tiempo, salía sólo.

   En la televisión, un  anuncio de Televenta se repetía con insistencia. Mostraba cómo una mini sierra eléctrica cortaba todo tipo de materiales. “Con esta magnífica sierra eléctrica circular podrá hacer todo tipo de cortes profesionales…”

   Apagó el televisor. Tomó su mochila, portaba una linterna led, un par de pilas de repuesto, su teléfono móvil, una botella de agua y una navaja suiza. Salió a la calle.

   Durante días había merodeado por una antigua mercería cercana a su domicilio. La entrada había sido tapiada con ladrillos. Sin embargo, Erik había logrado hacer un pequeño acceso, en varios días de intervención. A través de una ventana de uno de los laterales consiguió desplazar una de las tablas que bloqueaban el paso. Lo hizo tras observar cómo un gato callejero se colaba por un pequeño hueco. En su investigación sobre el lugar, tras una charla con el dueño del bar de al lado, supo que la mercería  llevaba cerrada al menos veinte años.

   Miró por los alrededores asegurándose de que nadie le veía. Se abrió paso por el hueco, sin apenas dificultad. La sensación de placer al entrar en aquellos museos polvorientos donde puedes tocar y sentir  los objetos en su hábitat era semejante al placer de la visión del tigre blanco en estado salvaje.

    La luz de las farolas de la calle se había colado con fuerza por el acceso de la ventana, dejando vislumbrar un espacio  de unos cuarenta metros cuadrados. Sacó su linterna y comenzó a perfilar los contornos de los muebles del mostrador, de las estanterías de madera medio vacías que llegaban al final de un techo de unos cinco metros de altura. El suelo estaba cubierto con una gruesa capa de polvo. Sobre él restos de cinta marcadora de la policía, papeles, plásticos, cajas de cartón con agujas de múltiples tamaños, botones e hilos de colores sucios que habían rodado por el suelo. El brillo de un cristal de un pequeño cuadro polvoriento, llamó su atención. Era un paño en el que, escrito en punto de cruz de varios colores, se leía Nada es imposible. Amalia. 1942.

   Un regimiento de cucarachas comenzó a desfilar subiendo por el mostrador. En su superficie vio una fotografía. Con una mano retiró el polvo acumulado sobre ella y observó la imagen de una pareja sonriente frente a la fachada exterior de la mercería. Por su vestimenta debía ser de los años sesenta.

   En ese momento unos extraños sonidos que parecían venir de una de las esquinas llamaron su atención. Enfocó hacia el suelo y las paredes, buscando el origen de aquel ruido.

  Un grupo de ratas devoraba el cuerpo inerte de un gato. Sus miradas rojas, salvajes ni se inmutaron al ser alumbradas. Continuaron su brutal festín.

   Entonces, le vino a la cabeza el anuncio de Televenta “Con esta magnífica sierra eléctrica circular podrá hacer todo tipo de cortes profesionales…”

  Avanzando por un pasillo, topó con una puerta cerrada. Se aproximó a ella, peleó con el pomo hasta lograr abrirla. En el suelo,  un zapato de hombre  junto a un cajón volcado, le hizo tropezar.

   Levantó la mirada. Cientos de hilos de colores colgaban del techo. Bajaban como una cascada  para terminar anudada en la manecilla de otra puerta.

 Nada es imposible. Pensó

En la calle sonaba la alarma de un coche.

 



 


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