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Paul Klee |
El astronauta Frank Curie envió una nueva fotografía tomada desde
la ISS. Esta vez nos mostraba el Salar de Uyuni, en Bolivia. El campo de sal
más grande del mundo. Su superficie es tan lisa, tan transparente que refleja
el cielo con tal claridad que si caminas por ella parece que lo estás
atravesando.
Diez mil kilómetros de sal convertidos ahora en una pequeña figura
geométrica blanca, sobre la gran esfera terrestre. La distancia y las cosas.
Las cosas y la distancia.
¿Dónde quedaba la idea de comprar un nuevo coche, las malas
noticias políticas, el próximo aniversario de mis padres, la final de la
Champion, las subidas y bajadas de la bolsa?
Todas las alegrías y las penas humanas, todas las catástrofes y
acontecimientos naturales, toda la vida animal ahora era el contenido
imperceptible de la gran esfera azul que flota silenciosa en el espacio
junto a infinitos planetas en el Universo. Ese pequeño punto azul pálido que
dijo el bueno de Carl Sagan.
Sin embargo, seguramente el astronauta Frank Curie no podía dejar
de imaginar las sonrisas de su mujer y su hijo reflejadas en el salar. Pese a
ser ahora puntos invisibles, eran más inmensos que nunca en su pensamiento.
Apagué el ordenador. Foster y Wallace, mis peces rojos nadaban
en la pecera redonda, entre las ruinas de unas piezas de colores de Lego
y una moto de los click.
Los dos parecían estudiantes paseando por un patio
universitario.
Me gustaba imaginar que un tercer pez llamado David, aparecía de
vez en cuando, en dirección contraria y les preguntaba al pasar a su lado- ¿Qué
tal está el agua, chicos?-
- ¿Qué demonios es el agua?- preguntaba luego Wallace.
- No lo sé Wallace- respondía Foster.
Ya sabemos “las realidades más obvias e importantes son con
frecuencia las más difíciles de ver y sobre las que es más difícil hablar”,
dijo el inteligente DFW.
Miré hacia el mueble aparador del salón. Ahí estaba tumbado el
gato Klee. Como siempre, me observaba silencioso y concentrado. Llevaba ya casi
un año conmigo.
Apareció una mañana de verano de puertas abiertas. Justo al día
siguiente de que Cloé se marchara. Nadie en el barrio lo reclamó así que se
quedó en casa. Era atigrado amarillo, con unas extrañas manchitas verdosas en
el lomo, ojos verde clorofila y una mancha rosa alargada en la frente. Me
recordó tanto a la reproducción de “Gato y pájaro” de Paul Klee que tenía
colgado en una esquina del salón, que decidí llamarle Klee.
Miré hacia la puerta, ahí estaba la caja de cartón llena de
objetos de Cloé esperando a salir de mi casa. Tardé casi un año en decidirme a
hacerlo. No había sido capaz hasta hacía una semana. Eran objetos de adorno, de
esos que se van comprando y no sabes dónde poner.
Nunca me gustó su colección de figuritas de osos polares, ni
la de ranas,, pero tener sitio en la decoración era el precio de la
convivencia. A ella tampoco le gustaba mi colección de ceniceros, sobre todo el
de Cinzano de hojalata dorada.
Hacía varios meses que, en un correo electrónico más propio de un
administrador de fincas que de una expareja, me pidió que me deshiciera de todo
ello, que lo tirara a la basura. No había sido capaz hasta ahora. Me parecía
que aquel acto era una renuncia a la posibilidad de su vuelta, la goma
borradora definitiva de nuestra relación.
Habían sido meses muy amargos. Después de diez años estaba
acostumbrado a la rutina, a la presencia de Cloé moviéndose por toda la casa;
al beso nominal de cada noche tras mendigar un poco de sexo; a las
discusiones de siempre; a la falta de expectativas porque todo estaba previsto
que rodara por el mismo carril, apenas nada sorprendía.
Tardé tiempo en aceptarlo. Supongo que tenía aquello algo que ver
con la tan traída y llevada zona de confort. Yo era un cobarde, pero ella fue
valiente. Decidió cortar aquella situación pidiendo cambio de destino en su
empresa. Eligió Canadá. Un viaje al que no estaba invitado.
El gato Klee no paraba de mirar la caja. Luego me miraba a mí con
esa extraña empatía que tienen las mascotas.
Recuerdo una noche estúpida a los pocos días de que Cloé se
marchara. Una noche donde las botellas de Bourbon comenzaron a reproducirse
como células cancerígenas.
Me había tomado una excedencia laboral de un mes para mortificarme
en casa, y regocijarme en mi victimismo.
El gato Klee me miraba silencioso mientras veía en la televisión
una película de mafiosos llena de la acción de la que mi cuerpo carecía.
De pronto, vi como el gato abandonaba su puesto de vigía
para subirse a la mesa donde estaban al menos siete botellas de whisky
vacías, ceniceros rebosantes de colillas, vasos sucios de cristal…
Se paró un momento para mirarme con cierto desafío. Luego, de esa
forma tan elegante que tienen los felinos, comenzó a lanzar hacia el
suelo una a una las botellas, los vasos y los ceniceros. Yo tenía tal melopea y
empanamiento mental que solo fui capaz de ser un espectador atónito ante
una actuación brillante. No pude mover ni un músculo, todo me daba vueltas,
luego me quedé dormido.
Cuando desperté habían pasado catorce horas alcoholizadas.
Al fondo estaba Klee mirándome desde su puesto.
Al incorporarme y apoyar una mano en una de mis rodillas, sentí
una masa fría. Miré la palma de mi mano, comprobé que era un trozo de
mierda del gato Klee.
Y eso no fue lo peor porque al levantarme pude ver que además el
suelo estaba lleno de botellas, vasos y ceniceros rotos. También estaba
lleno de mierdas y de arena sucia.
Me dieron arcadas al sentir el olor nauseabundo a heces y
orín. En un rincón, volcado, estaba el arenero que aquel felino inteligente
había arrastrado hasta el salón.
Klee desde el aparador seguía tumbado sin moverse, mirándome
silencioso, moviendo suave la punta de su cola.
Como pude, mareado y con fuerte dolor de cabeza estuve recogiendo
y limpiando el salón toda la tarde. Además de aquel desastre se añadían meses
de abandono de la limpieza. Al ver el reluciente resultado casi no reconocía el
lugar.
Aquel panorama se repitió en varias ocasiones, porque seguía
deseando martirizarme entre botellas de alcohol.
Y siempre la misma respuesta de Klee cacas, orín e incluso bolsas
de basura esparcidas por el salón. Recuerdo que una vez desperté de una
borrachera con una cáscara de plátano en la cabeza y tomate por toda la cara.
Tardé meses en digerir que Cloé ya no volvería.
Una tarde fui a la estantería a por el retrato que teníamos de
nuestro primer viaje a París. Cloé era parisina, así que hacíamos varias
visitas al año a su familia. Ella detestaba esa foto porque decía que yo estaba
horrible con aquella cazadora marrón que me regaló mi madre. Mi negativa a
abandonar la prenda en un armario, porque a mí me encantaba, supuso todo
un conflicto internacional.
Su puta manía de intentar elegir mi ropa, de vestirme
a su antojo. Se ponía insoportable con eso. Y con la obsesión de que no
esparciera el paté en el pan con un cuchillo, porque decía que era un crimen de
paletos.
Sin embargo, yo ahí estaba todas las tardes mortificándome con el
marco de la foto entre mis manos. Hasta que un día desapareció de la
estantería. No sabía dónde podía estar.
Pasadas varias semanas lo encontré metido en el paragüero del
salón. Lo curioso es que al mirar la foto tras largo tiempo sin verla, la
percibí distinta, ahora me parecía repugnante. Yo mismo la acabé
abandonando en un cajón.
Las cosas y la distancia. La distancia y las cosas.
Klee y su extraña terapia de choque. Reconozco que de no ser por
él, Cloé se hubiera quedado como una espina enquistada en mi cerebro.
Miré de nuevo las cajas, pero esta vez con orgullo.
- Sí, a la mierda- pensé.
Sonó el telefonillo. Había quedado con una ONG para que se
llevaran la caja. Esperaba que aquellos objetos tan feos acabaran en un
rastrillo solidario.
Sonó después el timbre de la puerta.
Me levanté a abrirla. Frente a mí una chica pelirroja y sonriente,
con una sudadera verde de la ONG “Horizonte” preguntó por las cajas. Nada más
verla sentí que mi cerebro ponía de nuevo en marcha su fábrica química. La
invité a entrar. Estuvimos hablando un buen rato, le invité a un Té Chai. Al
despedirse me dio una tarjeta de la ONG con su teléfono, también con su nombre.
Cuando cerré la puerta. Me senté en el sillón mirando la tarjeta.
Amelia. Sonreí.
Mi vigía felino que no paraba de mirarme se levantó y de un salto
subió a la mesa donde tenía el ordenador. Se acercó a una pequeña caja de
madera que tenía junto a la pecera y con una pata la lanzó contra el suelo. De
otro salto bajó al suelo. La caja estaba abierta, de su interior sacó algo. Yo
sabía bien qué es lo que era: un tanga fucsia de Cloé que guardaba como un
secreto.
Klee cogió la prenda con su boca y salió corriendo con ella hasta
el aparador. Estuvo unos minutos mirándome con el tanga fucsia en la boca.
Luego de un nuevo salto se metió en la reproducción de “Gato y pájaro” de
Paul Klee que tenía colgado en la pared . Desapareció.