lunes, 17 de febrero de 2025

-EL LEGADO LUMINOSO-

 

Obra de María Cristina Vega

 

 

–¿Un gorila rojo en un árbol de Navidad?-dijo la pequeña Olivia.

-¿Acaso a los gorilas no les gustan los árboles?-contesté sonriendo.

-¿Y qué hace ahí? –

-Está escondido entre las ramas disfrutando del lugar-dije mientras recolocaba una bola azul brillante que estaba a punto de caer.

Mi hermano Patricio y su marido Hans, que era danés, habían preparado la cena aquella Nochebuena. Un par de sabrosos patos asados con lombarda y patatas glaseadas. Ahora estábamos en el postre, hermanando polvorones y turrón con deliciosas galletas de jengibre con forma de corazón.

Acordamos no encender la televisión. En su lugar bailaban por la casa las canciones populares de una Playlist. En el centro del salón estaba la espléndida mesa navideña. Sobre ella, dos cirios azules recordaban a nuestros eternos ausentes. Cuanto echábamos de menos a mi hermana Beatriz.

La tía Verónica se incorporó como pudo para coger una de las velas.

-La muerte no existe, ¿verdad, Jorge? -dijo con voz temblorosa mirando la candela.

-Algún día nos encontraremos todos de nuevo -dijo mi padre.

-Hay muchas teorías científicas sobre eso. ¿Sabíais que más del 95 % de los físicos ganadores del premio Nobel creen que existe un Dios? -comentó Hans.

Miré el viejo reloj   del salón. 01:11 h de la madrugada.

De repente, la tía Verónica se levantó de la mesa. Nadie sabía por qué, pero todos los años se ausentaba a esa hora para recluirse un rato en su habitación.

Con el objeto de despejar aquel misterio, el día anterior decidí hacer un pequeño agujero en su puerta.

Discretamente, abandoné la estancia mientras “El burrito sabanero” enredaba a los comensales.

Llegué a la puerta. Acerqué un ojo a la indiscreta mirilla.

Verónica estaba tumbada en la cama con una caja de cartón entre sus manos. Era de color blanco y tenía un número 19 grabado en uno de los lados. Presionando la perilla de la luz principal, dejó todo a oscuras.

De repente, pude ver como una pequeña esfera luminosa de unos diez centímetros de diámetro salía de la caja y se mantenía flotando frente a ella. Verónica observaba en silencio. 

Entonces, comenzaron a aparecer dentro de la esfera imágenes que se desvanecían   rápidamente. Bosques, tormentas, tigres blancos, atardeceres, galaxias, océanos, todo un microcosmos infinito de luz en la oscuridad.

El prodigio duró apenas unos intensos minutos.

-Puedes pasar, Isabel- dijo dulcemente Verónica.

Avergonzada no quería responder admitiendo mi espionaje.

-Te esperaba, cariño.  Este Aleph, ahora te pertenece-

Tardé en decidirme a entrar. Cuando me acerqué a la cama pude ver como una sonrisa llena de paz invadía el rostro de mi tía.

Entonces, la esfera salió de nuevo y se quedó flotando, ahora frente a mí. Dentro de ella pude ver, por un instante, a Verónica y a Jorge abrazados, hasta desaparecer.

Desde entonces, cada 25  tomo aquella caja 19 y visito el microcosmos infinito. Ese punto del espacio que contiene todos los puntos del Universo.

Cuando miro a la pequeña Olivia, sonrío.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

UN LUGAR PROPIO

Una artista 1882 (Aurelia Navarro)




Soy la artista. Mirad mi perfil, parece el de un clásico de noble renacentista.

Cuando la juventud guiaba el pincel de mi mano, con libertad y valentía ideaba imágenes sin prohibiciones en la sociedad hostil en que vivía. Ser mujer nunca fue fácil. Desnudos, sonrisas de éxtasis, muchachas soñadoras entre flores, también muchachas tristes. Siempre oteando más allá de los paisajes, de los retratos, de los lugares apropiados donde a las señoritas se nos permitía entretenernos con la pintura.

Mi ímpetu fresco tocaba la vida sin miedo con pinceladas de color y energía moderna. Dominaba la luz y las sombras, trabajé mucho para controlar las técnicas. Rehuí de las soluciones académicas y equilibradas. Pinté mi Granada con encuadres audaces, saltando normas como una niña jugando a pisar charcos después de la lluvia. Joven, soltera, valiente.

Ser mujer nunca fue fácil. Cuando me vino el éxito con mi obra más arriesgada, un coro de voces comenzó a perseguirme con la conveniencia de lo adecuado hasta lograr el silencio de mis manos.

Yo solo quería pintar la vida, continuar mi viaje pionero.

Hoy, en la sala 62A  de este Templo del Arte, junto a María Roesset, soy visible entre los grandes hombres dueños de mi época. Un lugar propio al fin.

 

jueves, 17 de febrero de 2022

Mi ventana indiscreta

 




Ayer soñé que meaba en la calle sobre un árbol decorado  con luces navideñas, mientras miraba sonriente hacia un brillante cielo nocturno.

Uno no se da cuenta de lo necesario que es salir a la calle hasta que no puede pisarla. 

Soy un soltero solitario, convencido y contento.

Pocos saben del placer de colocar por los rincones de la casa libros boca abajo marcando el punto exacto de parada en cada lectura.  O dejar todas las piezas de los Warhammer esparcidas sobre la mesa del salón preparadas para otro tiempo de pintura y montaje cuando me apetezca. Disfrutar de la fortuna  de tener todo ordenado en mi propio desorden.

Aunque a veces nadie te recuerde que hay por el suelo un cable  de una taladradora sin desenchufar, que está olvidada sobre una escalera de aluminio.  Y que  un tropiezo fatal provoque un efecto dominó que te estrelle contra el suelo. Como resultado una fuerte torcedura de tobillo y una pequeña brecha en la frente. La condena de las caídas tontas.

 Gritar y sentirte en un desierto con ese maldito dolor que te deja sin respiración. Pasar una eterna mala noche con el tobillo hinchado y un paquete de guisantes congelados sobre él.

Así estoy desde hace  horas.

Observo  el exterior desde la ventana del salón de mi casa, sentado  en mi sillón con la pierna izquierda en alto plantada sobre una silla.

Nunca he sido un mirón, pero desde hace meses estoy  invadido por el espíritu de  Jeff  Jefferies. Me entretengo observando el transcurrir de las vidas  de mis vecinos  en los pisos que tengo  enfrente.

El pijama con el logo de The Avengers  se ha convertido en mi propia piel. Miro la mancha de las gotas de sangre del golpe en la cabeza. No me apetece levantarme para cambiarme de ropa.

No necesito prismáticos. Es una calle estrecha. Casi puedes sentirte dentro de las casas con un pequeño vistazo.

 Disimulo bien porque delante de mí tengo el televisor. Estos días siempre está encendido.

Puedo ver el saludo diario que me ofrecen con un corte de mangas dos gemelos adolescentes cada vez que se asoman a la terraza. Se encogen de hombros y me gritan un  -¡Pringao!- que se ha hecho un clásico para fichar todas mis mañanas.

Por las tardes una anciana desde su balcón riega  sus plantas, generosamente, esperando a que alguien pase justo en ese momento por debajo de su ventana.

Una madre con hijos muy pequeños  sale a la terraza muchas veces para fumarse un cigarro. A veces me mira como pidiendo auxilio. Parece Sofía Loren en una de sus jornadas particulares.

Y también veo a mi favorita, una adolescente que cada vez que sus padres se marchan de casa, pone una camiseta negra  colgada en el alfeizar de su ventana. Transcurrido poco tiempo la veo junto a su novio  dentro de su habitación follando como una salvaje. Siempre tiene las cortinas abiertas. Todas las noches se fuma un cigarro  mirando hacia mi ventana, juraría que me sonríe. Prefiero no pensarlo.

Observo uno a uno a mis héroes en sus láminas enmarcadas decorando las paredes del salón. Siempre he querido ser un superhéroe. Ahí están Iron Man, Hulk, Thor, Capitán América y mi preciosa Viuda Negra diciéndome: “Prefiero pegarme un tiro antes que arrodillarme”

Amo a la Viuda Negra, mi mujer perfecta. Sí,  alimenta todas mis fantasias. No quiere depender de mí, ni controlarme.

Hace meses pedí traslado en mi empresa a esta ciudad. Estoy lo suficientemente alejado y lo suficientemente cerca de la familia para no ser molestado. Lo he logrado, ni una señal de nadie desde hace semanas.

Trabajo en una empresa de seguros de vida, en el departamento de decesos. Mis horas de desplazamiento se han esfumado  gracias al teletrabajo. Ahora toda mi vida es un gran pack con todo incluido.

Nunca he necesitado compañía para divertirme. Puedo pasar horas escuchando música, leyendo mi colección de comics,  observando las formas extrañas que dejan los restos de comida en mi plato. 

Hay mucho silencio. He de reconocer que echo de menos escuchar a los compañeros quejarse por todo,  lanzando chistes dudosos,  despellejándose unos a otros.

Nunca veía canales de televisión, ahora el aparato está encendido a todas horas para escuchar las chorradas de la gente en programas anodinos y ver las noticias del día.

Mañana es Nochevieja. Este año me gustaría comer las uvas aunque me atraganten y resulten desagradables a mi garganta. Quién lo diría, qué triste no escuchar el anuncio de “vuelve a casa vuelve por Navidad”.

Pienso en  la cantidad de gente que este año no volverá a sus casas jamás.

Maldito virus. El Gran Villano del mundo.

-¿Queréis sobrevivir? Entonces debéis cambiar, actualizáos, jodidos ciudadanos del mundo- escucho gritar a  Tony Stark.

- “Yo podría conseguir la fusión de iones pesados en cualquier reactor del Planeta”-comenta Hulk- “Hulk aplasta, Hulk destruye”.

Veo a la adolescente mirando desde su ventana hacia la mía. Está haciéndome una foto con una Canon. Siempre supe que ese cigarro, apoyada en el alféizar de su ventana, me lo dedicaba a mí.

Miro mi teléfono.Ni un mensaje.Ni una llamada.

Sonrío a  mi Viuda Negra. De repente me guiña un ojo. Salta desde el cuadro como una gacela. Se planta frente a mí.

-¿Quieres seguir mirando a la pared o quieres ir a trabajar?- me dice.

Entonces me sobrevienen todas las ganas del mundo de mover hasta el último rincón de mi cuerpo.

Comienzan a dar golpes en la puerta de entrada. Gritan mi nombre. No tengo ganas de levantarme.

Aparecen en el cuarto un par de policías y un médico.  Hablan pero no les entiendo.

Mi vecina adolescente les acompaña.

- Lleva varios días sin moverse- comenta preocupada.

 

 


KLEE

 

Paul Klee


El astronauta Frank Curie envió una nueva fotografía tomada desde la ISS. Esta vez nos mostraba el Salar de Uyuni, en Bolivia. El campo de sal más grande del mundo. Su superficie es tan lisa, tan transparente que refleja el cielo  con tal claridad que si caminas por ella parece que lo estás atravesando.

Diez mil kilómetros de sal convertidos ahora en una pequeña figura geométrica blanca, sobre la gran esfera terrestre. La distancia y las cosas. Las cosas y la distancia.

¿Dónde quedaba la idea de comprar un nuevo coche, las malas noticias políticas, el próximo aniversario de mis padres, la final de la Champion, las subidas y bajadas de la bolsa?

Todas las alegrías y las penas humanas, todas las catástrofes y acontecimientos naturales, toda la vida animal ahora era el contenido imperceptible de la gran  esfera azul que flota silenciosa en el espacio junto a infinitos planetas en el Universo. Ese pequeño punto azul pálido que dijo el bueno de Carl Sagan.

Sin embargo, seguramente el astronauta Frank Curie no podía dejar de imaginar las sonrisas de su mujer y su hijo reflejadas en el salar. Pese a ser ahora puntos invisibles, eran más inmensos que nunca en su pensamiento.

Apagué el ordenador. Foster y Wallace, mis peces rojos nadaban  en la pecera redonda, entre las ruinas de unas piezas de colores de Lego y una moto de los click.

Los dos  parecían estudiantes paseando por un patio universitario.

Me gustaba imaginar que un tercer pez llamado David, aparecía de vez en cuando, en dirección contraria y les preguntaba al pasar a su lado- ¿Qué tal está el agua, chicos?-

- ¿Qué demonios es el agua?-  preguntaba luego Wallace.

- No lo sé Wallace- respondía Foster.

Ya sabemos “las realidades más obvias e importantes son con frecuencia las más difíciles de ver y sobre las que es más difícil hablar”, dijo el inteligente DFW.

Miré hacia el mueble aparador del salón. Ahí estaba tumbado el gato Klee. Como siempre, me observaba silencioso y concentrado. Llevaba ya casi un año conmigo.

Apareció una mañana de verano de puertas abiertas. Justo al día siguiente de que Cloé se marchara. Nadie en el barrio lo reclamó así que se quedó en casa. Era atigrado amarillo, con unas extrañas manchitas verdosas en el lomo, ojos verde clorofila y  una mancha rosa alargada en la frente. Me recordó tanto a la reproducción de “Gato y pájaro” de Paul Klee que tenía colgado en una esquina del salón,  que decidí llamarle Klee.

Miré hacia la puerta, ahí estaba la caja de cartón llena de objetos de Cloé esperando a salir de mi casa. Tardé casi un año en decidirme a hacerlo. No había sido capaz hasta hacía una semana. Eran objetos de adorno, de esos que se van comprando y no sabes dónde poner.

 Nunca me gustó su colección de figuritas de osos polares, ni la de ranas,, pero tener sitio en la decoración era el precio de la convivencia. A ella tampoco le gustaba mi colección de ceniceros, sobre todo el de Cinzano de hojalata dorada.

Hacía varios meses que, en un correo electrónico más propio de un administrador de fincas que de una expareja, me pidió que me deshiciera de todo ello, que lo tirara a la basura. No había sido capaz hasta ahora. Me parecía que aquel acto era una renuncia a la posibilidad de su vuelta, la goma borradora definitiva de nuestra relación.

Habían sido meses muy amargos. Después de diez años estaba acostumbrado a la rutina, a la presencia de Cloé moviéndose por toda la casa;  al beso nominal de cada noche tras mendigar un poco de sexo; a las discusiones de siempre; a la falta de expectativas porque todo estaba previsto que rodara por el mismo carril, apenas nada sorprendía.

Tardé tiempo en aceptarlo. Supongo que tenía aquello algo que ver con la tan traída y llevada zona de confort. Yo era un cobarde, pero ella fue valiente. Decidió cortar aquella situación pidiendo cambio de destino en su empresa. Eligió Canadá. Un viaje al que no estaba invitado.

El gato Klee no paraba de mirar la caja. Luego me miraba a mí con esa extraña empatía que tienen las mascotas.

Recuerdo una noche estúpida a los pocos días de que Cloé se marchara. Una noche donde las botellas de Bourbon comenzaron a reproducirse como células cancerígenas.

Me había tomado una excedencia laboral de un mes para mortificarme en casa, y regocijarme en mi victimismo.

El gato Klee me miraba silencioso mientras veía en la televisión una película de mafiosos llena de la acción de la que mi cuerpo carecía.

De pronto, vi  como el gato abandonaba su puesto de vigía para subirse a la mesa donde  estaban al menos siete botellas de whisky vacías,  ceniceros rebosantes de colillas, vasos sucios de cristal…

Se paró un momento para mirarme con cierto desafío. Luego, de esa forma  tan elegante que tienen los felinos, comenzó a lanzar hacia el suelo una a una las botellas, los vasos y los ceniceros. Yo tenía tal melopea y empanamiento mental que solo fui capaz de ser un  espectador atónito ante una actuación brillante. No pude mover ni un músculo, todo me daba vueltas, luego  me quedé dormido.

 

Cuando desperté habían pasado catorce horas alcoholizadas.

Al fondo estaba Klee mirándome  desde su puesto.

Al incorporarme y apoyar una mano en una de mis rodillas, sentí una masa fría.  Miré la palma de mi mano, comprobé que era un trozo de mierda del gato Klee.

Y eso no fue lo peor porque al levantarme pude ver que además el suelo estaba lleno de botellas, vasos y ceniceros rotos. También  estaba lleno de mierdas y de arena sucia.

 Me dieron arcadas al sentir el olor nauseabundo a heces y orín. En un rincón, volcado, estaba el arenero que aquel felino inteligente había arrastrado hasta el salón.

Klee desde el aparador seguía tumbado sin moverse, mirándome silencioso, moviendo suave la punta de su cola.

Como pude, mareado y con fuerte dolor de cabeza estuve recogiendo y limpiando el salón toda la tarde. Además de aquel desastre se añadían meses de abandono de la limpieza. Al ver el reluciente resultado casi no reconocía el lugar.

Aquel panorama se repitió en varias ocasiones, porque seguía deseando martirizarme entre botellas de alcohol.

Y siempre la misma respuesta de Klee cacas, orín e incluso bolsas de basura esparcidas por el salón. Recuerdo que una vez desperté de una borrachera con una cáscara de plátano en la cabeza y tomate por toda la cara.

Tardé  meses en digerir que Cloé ya no volvería.

Una tarde fui a la estantería a por el retrato que teníamos de nuestro primer viaje a París.  Cloé era parisina, así que hacíamos varias visitas al año a su familia. Ella detestaba esa foto porque decía que yo estaba horrible con aquella cazadora marrón que me regaló mi madre. Mi negativa a abandonar la prenda en un armario, porque a mí me encantaba,  supuso todo un conflicto internacional.

Su puta manía de intentar  elegir mi ropa, de  vestirme a su antojo. Se ponía insoportable con eso. Y con la obsesión de que no esparciera el paté en el pan con un cuchillo, porque decía que era un crimen de paletos.

Sin embargo, yo ahí estaba todas las tardes mortificándome con el marco de la foto  entre mis manos. Hasta que un día desapareció de la estantería. No sabía dónde podía estar.

Pasadas varias semanas lo encontré metido en el paragüero del salón. Lo curioso es que al mirar la foto tras largo tiempo sin verla, la percibí distinta, ahora me parecía repugnante. Yo mismo la  acabé abandonando en un cajón.

Las cosas y la distancia. La distancia y las cosas.

Klee y su extraña terapia de choque. Reconozco que de no ser por él,  Cloé se hubiera quedado como una espina enquistada en mi cerebro.

Miré de nuevo las cajas, pero esta vez con orgullo.

- Sí, a la mierda- pensé.

Sonó el telefonillo. Había quedado con una ONG para que se llevaran la caja. Esperaba que aquellos objetos tan feos acabaran en un rastrillo solidario.

Sonó después el timbre de la puerta.

Me levanté a abrirla. Frente a mí una chica pelirroja y sonriente, con una sudadera verde de la ONG “Horizonte” preguntó por las cajas. Nada más verla sentí que mi cerebro ponía de nuevo en marcha su fábrica química. La invité a entrar. Estuvimos hablando un buen rato, le invité a un Té Chai. Al despedirse me dio una tarjeta de la ONG con su teléfono, también con su nombre.

Cuando cerré la puerta. Me senté en el sillón mirando la tarjeta. Amelia. Sonreí.

Mi vigía felino que no paraba de mirarme se levantó y de un salto  subió a la mesa donde tenía el ordenador. Se acercó a una pequeña caja de madera que tenía junto a la pecera y con una pata la lanzó contra el suelo. De otro salto bajó al suelo. La caja estaba abierta, de su interior sacó algo. Yo sabía bien qué es lo que era: un tanga fucsia de Cloé que guardaba como un secreto.

Klee cogió la prenda con su boca y salió corriendo con ella hasta el aparador. Estuvo unos minutos mirándome con el tanga fucsia en la boca. Luego de un nuevo salto se metió en  la reproducción de “Gato y pájaro” de Paul Klee que tenía colgado en la pared . Desapareció.

 


Nada es imposible

 



Los guardias forestales de la estación de Aokigahara encuentran a diario en el “mar de árboles” restos de cuerpos carcomidos por animales, colgados o tendidos en el suelo, rodeados de botellas de agua y tabletas de pastillas vacías, o de objetos punzantes.

   Erik recordó las palabras de su amigo japonés Kenta, quien hacía apenas una hora, junto con otros tres compañeros de trabajo, acababa de  cenar en su casa. Kenta les contó detalles de la vida de su padre como trabajador forestal en Aokigahara. Busca cadáveres siguiendo las cintas marcadoras de terreno, desplegadas por los propios desdichados en aquel extenso laberinto,  para que en caso de arrepentimiento encuentren el camino de vuelta hacia sus coches o carreteras.

    El cenicero sobre la mesa del salón estaba repleto de colillas. Todavía olía a festejo. Sobre el mantel un par de botellas de vino tinto vacías, cuatro vasos de cristal, restos de tarta en los platos, y las servilletas de papel con dibujos de los Tiny Toons, arrugadas, señalando el lugar en que había estado cada comensal. La servilleta del lugar que ocupó Celia, tenía impreso restos de carmín. Se había entretenido  en retorcerla hasta crear una forma extraña.  Apenas intervino en las conversaciones y agachaba la cabeza cada vez que cruzaba la mirada con la suya. Avanzaban muy despacio.

   Todos esos objetos enmarcados sobre aquel espacio cuadrado, le provocaban el mismo placer que la exploración de lugares abandonados, donde el tiempo parecía detenerse y las cosas tomaban un protagonismo  que los dotaba de vida propia. Erik practicaba Urbex en su tiempo libre. Durante una época asistió a diversas quedadas en grupo. Ahora,  desde hacía un tiempo, salía sólo.

   En la televisión, un  anuncio de Televenta se repetía con insistencia. Mostraba cómo una mini sierra eléctrica cortaba todo tipo de materiales. “Con esta magnífica sierra eléctrica circular podrá hacer todo tipo de cortes profesionales…”

   Apagó el televisor. Tomó su mochila, portaba una linterna led, un par de pilas de repuesto, su teléfono móvil, una botella de agua y una navaja suiza. Salió a la calle.

   Durante días había merodeado por una antigua mercería cercana a su domicilio. La entrada había sido tapiada con ladrillos. Sin embargo, Erik había logrado hacer un pequeño acceso, en varios días de intervención. A través de una ventana de uno de los laterales consiguió desplazar una de las tablas que bloqueaban el paso. Lo hizo tras observar cómo un gato callejero se colaba por un pequeño hueco. En su investigación sobre el lugar, tras una charla con el dueño del bar de al lado, supo que la mercería  llevaba cerrada al menos veinte años.

   Miró por los alrededores asegurándose de que nadie le veía. Se abrió paso por el hueco, sin apenas dificultad. La sensación de placer al entrar en aquellos museos polvorientos donde puedes tocar y sentir  los objetos en su hábitat era semejante al placer de la visión del tigre blanco en estado salvaje.

    La luz de las farolas de la calle se había colado con fuerza por el acceso de la ventana, dejando vislumbrar un espacio  de unos cuarenta metros cuadrados. Sacó su linterna y comenzó a perfilar los contornos de los muebles del mostrador, de las estanterías de madera medio vacías que llegaban al final de un techo de unos cinco metros de altura. El suelo estaba cubierto con una gruesa capa de polvo. Sobre él restos de cinta marcadora de la policía, papeles, plásticos, cajas de cartón con agujas de múltiples tamaños, botones e hilos de colores sucios que habían rodado por el suelo. El brillo de un cristal de un pequeño cuadro polvoriento, llamó su atención. Era un paño en el que, escrito en punto de cruz de varios colores, se leía Nada es imposible. Amalia. 1942.

   Un regimiento de cucarachas comenzó a desfilar subiendo por el mostrador. En su superficie vio una fotografía. Con una mano retiró el polvo acumulado sobre ella y observó la imagen de una pareja sonriente frente a la fachada exterior de la mercería. Por su vestimenta debía ser de los años sesenta.

   En ese momento unos extraños sonidos que parecían venir de una de las esquinas llamaron su atención. Enfocó hacia el suelo y las paredes, buscando el origen de aquel ruido.

  Un grupo de ratas devoraba el cuerpo inerte de un gato. Sus miradas rojas, salvajes ni se inmutaron al ser alumbradas. Continuaron su brutal festín.

   Entonces, le vino a la cabeza el anuncio de Televenta “Con esta magnífica sierra eléctrica circular podrá hacer todo tipo de cortes profesionales…”

  Avanzando por un pasillo, topó con una puerta cerrada. Se aproximó a ella, peleó con el pomo hasta lograr abrirla. En el suelo,  un zapato de hombre  junto a un cajón volcado, le hizo tropezar.

   Levantó la mirada. Cientos de hilos de colores colgaban del techo. Bajaban como una cascada  para terminar anudada en la manecilla de otra puerta.

 Nada es imposible. Pensó

En la calle sonaba la alarma de un coche.

 



 


Dos tardes en el paraiso

 

Eduard Hopper



Dos días  duró el gran amor de mi vida.

No creo en el destino, sí en las casualidades que unen puntos en el espacio y el tiempo con precisos fogonazos. Así conocí a B. 

Era el mes de marzo. Pasé la tarde haciendo un recorrido por mis librerías predilectas. Aquel día salí feliz de “La Central” de Callao con un libro de cuentos de  Lucía Berlín.

Abandoné el local en dirección a la cafetería donde solía ir tras el paseo. Mientras caminaba me fijé en los charcos que horas antes una tormenta dejó sobre el asfalto y los adoquines de las aceras. Las luces del atardecer reflejaban sobre ellos manchas  amarillas y ocres que parecían pequeños Turners instalados en terreno urbano.

Llegué al Café. El aguacero  había congregado en el local a más público de lo habitual a esas horas de la tarde.  Entré en el salón. Comprobé que el sitio donde solía sentarme estaba ocupado. Me agradaba esa mesa porque estaba junto a una  ventana desde donde se veía el movimiento de  la gente  paseando por la ciudad.  Al ver cómo  una pareja de ancianos se marchaba, ocupé su lugar. Era el sitio que estaba más cerca de los aseos, sabía el coñazo que era escuchar los   portazos de las entradas y salidas de la gente.

Un  camarero  limpió mi mesa. Enseguida tuve un café con leche y un croissant delante de mí. Me fijé en el cuadro que estaba colgado en la pared,  justo a mi lado. Era una reproducción de “Oficina en una ciudad pequeña” de  Edward Hopper.  Sentí envidia de aquel hombre que en  su mesa de trabajo, en silencio,  observa la ciudad a través de un ventanal.

Saqué el libro y lo puse sobre la mesa.  Tomé el primer sorbo de café. Estaba perfecto.

Fue al mirar al frente cuando la vi. Estaba sentada en una mesa de cara hacia mí. Me miraba y sonreía. Al momento supe por qué. Entre sus manos tenía otro ejemplar de “Una noche en el paraíso” de Lucía Berlín.  

Observé su sonrisa marcada por un pintalabios rojo. Su pelo era oscuro. Bajé la mirada hacia el generoso escote de una blusa negra plagada de pequeñas flores  amarillas.  Nunca me han llamado la atención los pechos grandes, siempre me he fijado más en los senos pequeños, sobre todo si les acompaña un buen trasero.

Me arrepentí de haberme puesto el suéter viejo. Intenté ocultar el agujero de la manga derecha. Ella leía al tiempo que tomaba un trozo de tarta  y sorbía una taza de té. Intenté engancharme a la lectura del primer cuento, pero no podía.

Justo cuando me metí un trozo de croissant en la boca, me miró y dijo:

–Página 135 -señalando en qué punto de la lectura se encontraba.

Tragué despacio intentando ser elegante. Comprobé mi página.

 –Página 11 -respondí.

Me fijé en sus manos pequeñas. Llevaba las uñas pintadas de varios colores. Nunca he entendido esa práctica inútil de las mujeres, pero las suyas me parecieron hasta simpáticas.

El estruendo repentino de un portazo nos sorprendió.

Fue justo después, cuando un bombardeo de tonos de mensajes de móvil comenzó a sonar. Sacó el teléfono de su bolso y  echó un vistazo. Avergonzada lo apagó. El rojo de sus labios se había oscurecido. Recogió sus cosas, apuró el café y se  marchó.

Un trozo de tarta quedó abandonado en su plato, como un triste fin de fiesta. Me sentí desolado,

Ese día volví a casa mucho antes de lo habitual.

Al día siguiente al finalizar mi jornada de trabajo decidí que volvería al Café. Me había recortado la barba y no  llevaba el suéter con el agujero en la manga derecha.

El local ese día estaba vacío. El buen tiempo animó a la gente a salir a las calles en busca del sol. Pedí  mi café con leche, también croissant.  Tuve suerte de poder ocupar mi mesa favorita. Retomé la lectura de Lucia Berlín.  Volví a engancharme a la genial prosa.

En un descanso de mi lectura, levanté la cabeza y la vi. Leía también su libro gemelo. Iba más maquillada que el día anterior. Sus mejillas estaban más sombreadas, en especial la del lado izquierdo. El  escote había sido clausurado por un jersey oscuro de cuello alto. Su sonrisa no llevaba color, pero me  pareció aún más perfecta. De vez en cuando sorbía su taza de té.

Al cruzar nuestras miradas me atreví a decir

–Página 169. “La barca de la ilusión”.

-237. “Día de lluvia” -respondió.

Así enlazamos una pequeña conversación, sobresaltados de vez en cuando  por los portazos de los aseos.  

Ella alternaba nuestra charla con miradas al móvil. En una ocasión, con rabia, escribió un mensaje. Luego apagó el móvil. Estaba nerviosa. Sacó un bolígrafo de su bolso, me miró y escribió algo en el interior del libro. Se levantó.

Vino hacia mí y dulcemente me pidió cambiar su ejemplar por el mío. Acepté. Me fijé que sus ojos tenían  un color azul brillante como el del cielo del oficinista de Hopper. Al coger el libro, apretó suavemente mis dedos. .

Alterado por el gesto, fugaz, busqué en el libro.  

Leí:   Dos tardes en el paraíso.  B.

Miré por la ventana y la vi alejarse por la Gran Vía. Un tipo chulesco caminaba junto a ella.

Esa tarde de nuevo regresé a casa muy pronto. No paré de releer aquellas letras de B. Me sentía feliz. Pensaba en cuando volvería a verla. Esa noche no pude pegar ojo, así que decidí  encender el ordenador.

La noticia aparecía reflejada bajo el titular rojo de Última hora.

La foto de una mujer en el suelo rodeada de un charco de sangre.

“Encontrado el cadáver de la joven Beatriz Gutiérrez García, asesinada a golpes por su ex pareja en una calle de Madrid”

 


Convergencia

 

J. W. Turner




La caja roja del Happy meal le sonreía. Era el primer gesto amable después de tres cuartos de hora de cola entre gente ansiosa, que señalaba carteles de comida entre el olor de la fritanga.

Durante la espera le divirtió la idea de imaginar a Manuel Vilas sintiéndose Lenin mientras mordía  patatas y observaba a los comensales en ese “restaurante comunista”,  bajo la mancha del ketchup rojo.

 De vuelta al coche dejó la bolsa del MacDonald en el asiento del copiloto y se quitó la camiseta de tirantes. El bikini rojo  anudado al cuello fue la salvación ante el calor bochornoso. Tocó la cicatriz de su pecho. Tras dos años de la operación ya casi no quedaba huella del melanoma.

   El cielo, muy nublado, amenazaba tormenta. Bajó la ventanilla,  comenzaba a correr un poco de aire fresco. Bebió un trago de Coca Cola Zero. Ese Zero que parecía liberarla de la preocupación por las calorías que aguardaban dentro de todos esos envases. Con curiosidad  rasgó la bolsa transparente con el juguete de regalo. Era la figura del payaso del MacDonald, que giraba su cabeza y saludaba levantando un brazo, al apretar un pequeño botón.  Nunca entendió  el toque lúdico de aquel personaje, tenía un lado terrorífico que le llevaba directamente a la cabeza de Stephen King y su payaso de IT. Un Hamelin diabólico que  llevaba a los niños a un lugar donde sólo hay obesos mórbidos jugando a máquinas tragaperras. Lo puso sobre el salpicadero,mirando hacia el exterior.

    Le apetecía seguir escuchando el disco Bloom de Beach House, mientras consumía aquel arsenal de baratijas culinarias y observaba el cielo.

Sonaba Myth. Drifting in and out// See the road you're on// you came Rolling down the cheek.

Thomas conducía un Land Rover verde mientras miraba cómo se iban concentrando  las nubes en el cielo. El aire frío estaba llegando en capas altas y esto aumentaba el riesgo de tormentas vespertinas. Hacía quince años que vivía en Estados Unidos. Ahora residía en Wichita, en el estado de Kansas. Trabajaba para  el Centro Natural de meteorología como cazador de tornados. Conocía muy bien “el corredor de los tornados”, ése área llena de llanuras, relativamente plana, donde el frío polar de Canadá se encuentra con el cálido aire tropical del golfo de Méjico y da forma a la mayor parte de los torbellinos salvajes de la zona. Ahora de vacaciones en España viajaba hacia el  faro da Illa de Rúa en Ribeira. Quería hacer un recorrido por diferentes faros  del norte de la Península. Le fascinaban los faros como paraíso de la soledad en lugares donde parece que todo empieza y todo termina.

   Comenzó a llover.

   El  destino de Raquel estaba en Francia, en Trouville sur mer. Aún le quedaban 1072  km por delante. Había alquilado un apartamento y esperaba pasar los siguientes dos  meses en aquella zona. Estaba escribiendo un libro sobre las casas y los objetos de diferentes celebridades. Quería estar lo más cerca posible de la casa donde Marguerite Duras había pasado los últimos años de su vida. Un famoso periódico se lo había encargado. Tenía un año para escribirlo. Había planeado aquel viaje desde hacía meses y ahora estaba ocurriendo.

 Allí dentro del coche se sentía segura conduciendo su vida como Marguerite en Los miradores de Poissy, huyendo de los otros. Tras los años de angustia por el cáncer había aprendido que el verdadero estado natural del hombre es la soledad y no hay que tenerla miedo. Miró hacia los asientos de la parte de atrás del coche. Ahí estaban todos los ejemplares de libros, documentales y películas de Marguerite Duras amontonados en bolsas y cajas esperando documentar  una historia.

  

Encendió un cigarro. Thomas comprobó que casi no quedaba gas en el mechero. Era un Clipper azul con el dibujo de una margarita blanca que le había regalado su exmujer  hacía muchos meses. Abrió la ventanilla y lo lanzó al vacío. No quería seguir recordándola, al menos ahora no. Quería empezar de cero sin ella. Aspiró con fuerza el humo de aquel cigarro y lo expulsó suavemente mientras se fijaba en los oscuros cumulonimbos que venían de varias direcciones. Pese a tantos años viendo todo tipo de maravillas atmosféricas, no dejaba de asombrarse. Le fascinaba ver como esos  fenómenos se formaban al coincidir unas determinadas condiciones atmosféricas en el tiempo y el espacio, en un preciso punto que sólo el azar podía convocar. Convergencia. Pensó en lo efímero de aquellas presencias  

-Todo lo hermoso tiene su fin- pensó.

   La lluvia ahora era intensa.

   Raquel tomó de nuevo el payaso de MacDonald, esa figura siniestra que recordaba al payaso de IT. Tocó de nuevo la cicatriz de su pecho. Sí, tras dos años de la operación ya casi no quedaba huella del melanoma.

El sonido de una  pequeña explosión en la carretera la sorprendió mientras tomaba el último MacNugget. Un Land Rover había reventado varias de sus ruedas y se dirigía hacia su coche hasta empotrarse violentamente sobre él.

 

 

 


-EL LEGADO LUMINOSO-

  Obra de María Cristina Vega     –¿Un gorila rojo en un árbol de Navidad?-dijo la pequeña Olivia. -¿Acaso a los gorilas no les gust...